FRAY LUIS DE LEÓN, LA PROSA PRECISA

En “De los nombres de Cristo”, Fray Luis de León compendia en prosa el contenido de sus poemas, además de ser una muestra del interés humanístico por la etimología y una fuente de agua para el castellano sediento en prosa. Escrita en tres libros, los dos primeros reciben críticas por no estar en latín, por lo que el prólogo del tercero constituye una pieza apologética del valor de la lengua española. La obra está escrita en forma dialogada a la manera horaciana entre tres frailes (Marcelo, Sabino y Juliano) que, descansando en el campo, conversan sobre los nombres dados a Cristo en los libros sagrados (Príncipe de la Paz, Cordero, etc.).

El uso del diálogo permite a Fray Luis discutir y mostrar ideas, razonamientos, hacer un análisis racional, en fin, pero deleitando. Una serie de exposiciones  sobre el sentido -o sentidos- simbólico de los nombres discurre en la conversación. En primer lugar, se van citando los pasajes bíblicos en que cada nombre aparece, para, posteriormente, comentarlos y discutirlos. El estilo, como la poesía de Fray Luis, es armonioso, contenido, equilibrado, y se constituyó en referencia para la prosa en lengua española, en pugna con el latín como lengua adecuada para temas elevados.

Le llevó años a Luis de León escribir su gran obra en prosa. Ve la luz en su primera edición en 1583, edición que se verá continuada por otras revisadas por el propio autor. Ya ha superado el religioso  “la envidia y la mentira”,  y a su propio e indomable genio. Constituye el personal escrito doctrinal y teológico del humanista que busca, tras cada palabra, tras cada nombre, el significado oculto, el misterio que se encierra en las Sagradas Escrituras. El diálogo doctrinal entre tres frailes de su orden, que conversan sobre los nombres de Cristo, sirve a nuestro autor para exponer su visión de la doctrina cristiana, con Jesús como fin de todo lo bueno.

Con la claridad expositiva y la preocupación del preciso uso de la lengua castellana como fines concomitantes, el texto debe explicar, convencer, argumentar y entretener. Para ello, opta por una estructura general ternaria, en la que cada parte busca la luz y crece de un tronco común: en la primera parte es “Cristo como pastor”, en la segunda el “Príncipe de la Paz” y termina con el nombre de “Esposo”. A cada nombre sigue una exposición determinada, que comienza con “lo que es el nombre, le siguen los “oficios” que desempeña, y termina con el “fin” con el que se ordenó y los “bienes” que representa.

Por otro lado, los personajes juegan cada uno un papel en beneficio de la exposición doctrinal. Marcelo es el bien, el místico, la sabiduría; Sabino, la belleza, la naturaleza; la verdad, lo racional, el sabio escolástico, es Juliano. Trata Fray Luis, como nos dice la dedicatoria, de volver la mirada de los cristianos a los textos sagrados, denostando las obras, “perdidas y desconcertadas”, que han servido de intermediarias entre el mensaje de las Sagradas Escrituras y las “personas limpias y puras, impidiéndoles el conocimiento de la verdad superior.

Como muestra de lo dicho, y esperando que sirva de invitación a lectura de la obra, comentaremos los dos primeros párrafos de la introducción. En ella, el narrador nos presenta el escenario donde tendrá lugar la conversación y a los personajes. Es un texto descriptivo, escrito en primera persona con predominio de la tercera persona en la descripción. El desarrollo temporal es lineal ab initio.

Leamos, primero, el texto:

Era por el mes de junio, a las vueltas de la fiesta de San Juan, a tiempo que en Salamanca comienzan a cesar los estudios, cuando Marcelo, el uno de los que digo -que así le quiero llamar con nombre fingido, por ciertos respetos que tengo, y lo mismo haré a los demás-, después de una carrera tan larga como es la de un año en la vida que allí se vive, se retiró, como a puerto sabroso, a la soledad de una granja que, como vuestra merced sabe, tiene mi monasterio en la ribera del Tormes, y fuéronse con él, por hacerle compañía y por el mismo respeto, los otros dos. Adonde habiendo estado algunos días, aconteció que una mañana, que era la del día dedicado al apóstol San Pedro, después de haber dado al culto divino lo que se le debía, todos tres juntos se salieron de la casa a la huerta que se hace delante de ella.

Es la huerta grande, y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden; mas eso mismo hacía deleite en la vista, y sobre todo, la hora y la sazón. Pues entrados en ella, primero, y por un espacio pequeño, se anduvieron paseando y gozando del frescor; y después se sentaron juntos a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una pequeña fuente, en ciertos asientos. Nace la fuente de la cuesta que tiene la casa a las espaldas, y entraba en la huerta por aquella parte; y corriendo y tropezando, parecía reírse. Tenían también delante de los ojos y cerca de ellos una alta y hermosa alameda. Y más adelante, y no muy lejos, se veía el río Tormes, que aun en aquel tiempo, hinchiendo bien sus riberas, iba torciendo el paso por aquella vega. El día era sosegado y purísimo, y la hora muy fresca. Así que, asentándose y callando por un pequeño tiempo, después de sentados, Sabino, que así me place llamar al que de los tres era el más mozo, mirando hacia Marcelo y sonriéndose, comenzó a decir así: […]

El marco temporal se describe desde el comienzo del texto con un uso sutil de las formas verbales que consigue idealizar ese tiempo como un periodo sosegado, tranquilo, en el que se ha detenido la actividad humana y discurre todo más despacio. Como vemos en las tres primeras proposiciones, “Era por el mes de junio, a las vueltas de la fiesta de San Juan, a tiempo que en Salamanca comienzan a cesar los estudios, conviven el aspecto durativo y la imprecisión (“Era por…”), las expresiones perifrásticas con valor temporal ambiguo (“a las vueltas de la fiesta de San Juan”) y el aspecto incoativo y durativo que simultanea en el afortunado oxímoron “comienzan a cesar los estudios. Tras la expolición nos queda claro que estamos en un tiempo pasado que “nos convida a los estudios nobles”[1]. En ese momento indefinido va a relatarse la acción, pero, como ya hemos indicado, estamos en tiempo de sosiego, así que aparece el narrador-testigo y autor, en primera persona, hablándonos en tiempo presente mediante una digresión autoral (“…el uno de los que digo –que así le quiero llamar…”); una oración subordinada temporal sigue y vuelve a ralentizar el ritmo (“después de una carrera tan larga como es la de un año…”), aunque semánticamente nos indica que el tiempo pretérito, el pasado año de Marcelo, ha sido un áspero camino. La cronografía acaba con la incertidumbre situándonos en un día concreto, el dedicado al apóstol San Pedro.

Pero sigamos en el mismo párrafo, ya que en él se nos introduce en el paisaje donde tendrá lugar la conversación: “Salamanca-granja en la ribera del Tormes-huerta. Nos sitúa frente al escenario de la acción, pero inicia ya la topografía del lugar ameno. Obsérvese la comparación “cómo a puerto sabroso” o “la soledad de la granja” a donde se retira Marcelo, “la huerta” frente a la casa. También está presente la influencia de su particular humanismo y poesía en algunas expresiones y palabras, como el verbo retirar(se) “del mundanal ruido, idea principal del pensamiento de Luis de León, o el “puerto sabroso” (adjetivo usado en Oda I), al que se acoge el alma en su navegar, base metafórica muy habitual en el autor[2].

Por último, hablemos de los personajes. Ya aparece el protagonista, Marcelo, definido en su mayor importancia por el respeto que le muestra el narrador en su digresión (“…por ciertos respetos que tengo…”) y el anonimato del resto de interlocutores, a los que se nombra como “los otros dos, que le siguen “por hacerle compañía y por el mismo respeto”. Es decir, Marcelo es un hombre sabio con quien puede uno deleitarse y aprender conversando, y ese es su principal rasgo ¿El mismo Luis de León?

Los tres juntos salen a la huerta.

La huerta no es el jardín, ni el terreno de cultivo, sino la naturaleza labrada por el propio Creador; se dibuja un entorno “armonioso”. Es el huerto, es la fuente alegre que baja presurosa, es el suelo de verdura vestido[3] que nos invita a la vida retirada, al apartamiento. El tópico del locus amoenus desde el anhelo de la otra vida cristiana. Todo el párrafo describe el lugar en una secuencia visual. Primero visto desde el exterior, como si nos fuéramos aproximando y sólo contempláramos el conjunto. Esa visión se expresa en presente (“Es la huerta grande…”) y, en seguida, el imperfecto vuelve a situarla en el pasado (…estaba entonces bien poblada…). El aspecto desordenado de los árboles, la hora y la oportunidad, es decir, el conjunto “natural” que se nos presenta, es lo que crea el ambiente adecuado: “hacía deleite en la vista”. Ahora nos introducimos en ese espacio (“Pues entrados en ella…”) e inmediatamente nos invade la armonía (“…paseando y gozando del frescor…”). Nos detenemos en el centro, donde la fuente alegra sin romper el equilibrio. Vuelve a repetirse la estructura de dos oraciones coordinadas, la primera en presente (“Nace la fuente”)  y la segunda en pasado imperfecto (“…y entraba en la huerta…”). La prosopopeya y la similicadencia sugieren un alegre y suave sonido de fondo (“corriendo y tropezando, parecía reírse”). Sentados “en ciertos asientos” levantamos la mirada y observamos la hermosa alameda, el río Tormes, que iba “torciendo el paso”[4], y sus riberas. Termina aquí la descripción del lugar, que no parece otra cosa sino la descripción de tres pinturas pintadas desde tres diferentes puntos de vista.

En fin, que el día era “sosegado y purísimo”, como el día que quiere y gusta Fray Luis, “puro, alegre y libre”, y la hora “muy fresca”. El narrador recurre a la sinestesia para completar la topografía del lugar con el ambiente del momento, provocando a los sentidos. En esta parte vamos a dar entrada al diálogo, particularmente a uno de los personajes, llamado Sabino, y lo hacemos usando el gerundio para situarnos en el momento vivido: “Asentándose y callando…; mirando…y sonriéndose”. Aún busca elevar más el dinamismo interviniendo el narrador en primera persona “…que así me place llamar…”. Permanecemos escuchando, atentos.

Diferencias sutiles hay entre los dos párrafos. El primero centrado en el tiempo y en el protagonista; el segundo, en el lugar y el ambiente. Tiene el primer párrafo periodos largos salpicados de oraciones subordinadas que ralentizan el ritmo del texto y el tiempo de la narración. Hay también predominio de los nombres propios y menor presencia de la adjetivación. En cambio, en el segundo párrafo abundan las oraciones coordinadas, especialmente copulativas, más cortas, con numerosos verbos en estructuras bimembres (“paseando y gozando; corriendo y tropezando; asentándose y callando; mirando y sonriéndose”) en sugestiva e impresionista gradación. También en pares tenemos los adjetivos (“grande…y bien poblada…; alta y hermosa alameda; sosegado y purísimo”). Hay campos semánticos sensuales (“frescor, sombra, deleite, sazón”). Todo ello  consigue de esta manera que la descripción sea detallada, precisa y dinámica a la vez.

El texto es una invitación a la escucha atenta, y para ello establece las condiciones necesarias para poder hablar de temas elevados. Se necesita tiempo sin prisas, se necesita ese silencio sólo alterado por la voz sosegada de la conversación y los sonidos de la naturaleza, se necesita a alguien que tenga algo que decir provechoso para la mente y el espíritu. Aunque encontrar el tiempo y silencio aquí descritos se nos antoja hoy día casi imposible, merece la pena hacer el esfuerzo, pues tenemos el privilegio de poder escuchar qué nos quiere contar un sabio como Luis de León-Marcelo en un español perfecto y cuidado.

[1] Luis de León, Oda XI, “Al licenciado Juan de Grial”

[2] Véase oda XIV “Al apartamiento”

[3] Véase oda I “A la vida retirada”

[4] Nuevamente parafrasea la oda I

 

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Éxitos literarios olvidados

Foto: ANA MUINELO MONTEAGUDO

 

El problema de la necesaria selección de obras para el estudio histórico literario de un determinado periodo, una vez realizado, planea como una sombra de duda en el historiador ya embebido en su trabajo, pues ha supuesto un olvido intencionado de muchas obras: ¿Y si sus criterios han dejado ahogadas, en la profundidad de la masa de textos, obras relevantes?

Entre los criterios de selección objetivos y parcialmente verificables está el éxito entre los lectores.  Y hemos de reconocer que no solo no asegura a las obras más leídas su inclusión entre las dignas de comentario, sino que incluso puede relegar piezas de arte literario al olvido por su pertenencia a ese género preterido, cuyos títulos fueron, entonces, los «mejor vendidos». A nuestro entender, el historiador de la literatura debe ser consciente de los límites que dibujan sus propios presupuestos constructivos –aquellos que conformarán su narración histórica–, pero no añadir otros límites, como el observar el pasado desde la atalaya de la superioridad intelectual y moral de su siglo.

Queda, pues, establecido que el éxito entre los lectores no puede ser desdeñado por el historiador, ya que miles de personas emitieron su veredicto en el pasado acerca de la eficacia de la comunicación literaria de esas obras; mas esto nos conduce a resolver nuevos problemas para ponderar adecuadamente esta afirmación. Cuestiones como ¿A qué llamamos éxito de lectores?, ¿Cuál es el peso de los factores extra literarios en la difusión de las obras? y ¿Estaba la calidad literaria siempre acompañada de ese éxito? se nos antojan claves. Para responderlas, tomaremos el siglo XVI español como modelo de periodo literario abundante en calidad y cantidad de obras, de contexto histórico y social bien estudiado.

En el siglo XVI en España, la determinación de la difusión exitosa de las obras literarias es, cuando menos, imprecisa. Las obras se difundían oralmente (canciones, sermones), lo que conocemos por testimonios diversos; en manuscritos, cuya difusión deducimos de los que se han conservado; y en obras impresas (impresos menores, pliegos sueltos, libros). El analfabetismo imperante no significaba incapacidad como receptor de obras literarias, las lecturas en voz alta no eran exclusivas de los iletrados, y las ediciones de libros son significativas en cuanto a dato objetivo, mas no fácilmente comparables con la difusión oral o manuscrita si hablamos de su extensión y público. Dada esta prevención, existe un consenso sobre cuáles fueron las obras más difundidas y a él nos atenemos.

Dicho esto, el éxito entre los lectores es a veces contingente, y como tal puede darse por multitud de factores ambientales –políticos, sociales, culturales, religiosos, morales, económicos, técnicos– que satisfacen al receptor de la obra literaria, su horizonte de expectativa, pero que no descansan en la calidad intrínsecamente artística, ni siquiera vistos desde la estética de la época. En nuestra literatura renacentista tenemos ejemplos paradigmáticos, como la contribución al éxito de una obra del formato impreso más manejable y de más fácil distribución, o los libros de caballerías como entretenimiento. Concebidos desde un punto de vista político-social, fueron la literatura moral y religiosa de consumo – y combate anti reformista –, junto con la épica culta glorificadora de las gestas imperiales, los mejores vendidos. De estas corrientes citadas, es actualmente denostada la literatura religiosa, de gran importancia para la época, y que respondía al anhelo que tenían numerosos españoles, no sólo religiosos. No obstante, quizás la épica culta ha sido la más olvidada en la historia de la literatura por su presunta baja calidad. Detengámonos un poco en ella como ejemplo de éxito aparentemente sin calidad literaria.

En la España de Carlos V, heredera de las gestas de los Reyes Católicos, potencia dominante del mundo conocido, se suceden los hechos épicos. Las hazañas militares de Gonzalo Fernández de Córdoba y Juan de Austria, la figura del propio Emperador guerrero, las gestas que acompañan al descubrimiento de América, daban la materia necesaria para una orgullosa exaltación colectiva. Recogidos los sucesos por los cronistas, que tratan de ser fieles a los hechos y a la vez justificar la política imperial, la población oye noticias, la fantasía se dispara, así como el orgullo. Los escritores tratarán de cantar a este mundo heroico al modo de la épica clásica, pues hay un público que quiere solazarse con las hazañas de sus iguales. Se construye un género a imitación de los clásicos (Virgilio y Lucano, principalmente) y de autores italianos (Boiardo, Ariosto) que habían ya deformado la épica, novelándola. En los años de esplendor, entre 1550 y 1650 se publican setenta poemas épicos. El éxito de Historia Parthenopea (Roma, 1516), dedicado al Gran Capitán, de Alonso Hernández, o los poemas épicos dedicados a los hechos notables del imperio, conocidos como «Las Caroliadas», o La Austriada (1584), de Juan Rulfo, conocen numerosas ediciones y su difusión es máxima. ¿Por qué ese éxito fue momentáneo y estas obras murieron junto al efímero género que habían contribuido a crear?

Parece definitiva la falta de talento literario, incapaz de reflejar lo épico de un modo que supere la poética clásica y la preceptiva, cuyo objeto y circunstancia eran diferentes. Emplearon los autores un modelo, la épica clásica, que se basaba en la oralidad, en la narración que se transmite de hechos lejanos y que se alimenta de los sentimientos de los escuchantes, exaltados e inspirados ante la ejemplaridad heroica, y que a su vez completarán y modificarán el poema para otros, para posteriormente pasar a la obra escrita. Nuestros escritores, en cambio, obvian que tratan sucesos contemporáneos, en los que se puede consultar a los cronistas y a los propios protagonistas; falta la lejanía temporal que bruñe de oro los recuerdos y deja que brille sólo lo esencial; sobra la tensión entre la verdad histórica y la leyenda. El éxito de una obra –o de un género en su conjunto –, no puede considerarse garantía de calidad literaria.

Advertíamos al principio del riesgo de olvidar obras relevantes al asociarlas a un género literariamente fallido. Como muestra, una excepcional obra que confirma nuestro argumento. De La Araucana, de Alonso de Ercilla se publican hasta 19 ediciones entre el año 1574 y el 1625. Su éxito de lectores está demostrado, a lo que hay que añadir las referencias numerosas a la obra por otros autores, que acuden a ella como argumento de autoridad tanto literario como histórico. Fue fuente para romances y modelo para otros autores de poemas épicos. Al éxito le acompaña la calidad literaria, el estilo y la originalidad: una epopeya de protagonista colectivo vista desde el punto de vista del enemigo derrotado.

A tenor de lo dicho de La Araucana –éxito acompañado de calidad –, nos queda ver la cuestión a contrario sensu: ¿ha de tenerse en cuenta la falta de éxito de una obra como criterio de su valor para la historia de la literatura? Utilicemos la comparación con las ediciones de las obras de Fernando de Herrera. En total encontramos siete ediciones de diversas obras entre 1572 y 1625. Poco frente a la epopeya chilena, el éxito de Herrera no fue cuantitativo sino cualitativo, ya que al renovar y culminar la poesía italianista, ejerce una gran influencia entre los literatos y público más culto (a favor y en contra), y se proyecta sobre las generaciones venideras. No parece Herrera, por su carácter retraído y elitista, que estuviera muy interesado en una prolífica difusión. Por tanto, es Herrera un autor de éxito, sí, pero sus obras no son un éxito de lectores. Es su proyección sobre la literatura como institución y sobre los autores y lectores futuros la que hace superior su obra a la de Ercilla.

Las obras mejor vendidas no son sinónimo de calidad literaria, pero tienen un impacto real sobre los lectores. Un cuidadoso estudio de los factores extra literarios que justifique un criterio literario negativo actual sobre obras pasadas ha de realizarse iluminado por el faro de la humildad y el respeto a aquellos lectores y a su inteligencia. La buena noticia es que el canon literario se enriquece, cada cierto tiempo, de obras hasta ese momento irrelevantes y de pobres méritos. Ello demuestra cuán difícil es abstraerse de nuestra propia visión del mundo y valorar sin prejuicios. Y cuanto de subjetivo hay, a veces, en la tarea de historiar la literatura.


			

Unamuno, San Manuel, y la ciudad sumergida

Fotografía de Ana Muinelo

Hay muchas “ciudades sumergidas” en España. Pequeños pueblos en lo profundo de lagos artificiales que sacian la sed de urbes lejanas, ajenas. Cuando la sequía se prolonga asoman, fantasmales, la torre de la iglesia y algunos tejados aislados, todo gris y exánime. Los más ancianos observan en silencio mientras los recuerdos acuden, despiadados. Luego, la resignación les empuja a mirar hacia otro lado y seguir con sus quehaceres.

No imaginaba Unamuno que su metáfora, inspirada en leyendas, de la ciudad sumergida, iba a dejar de ser parábola de lo que él llamaba la “intrahistoria” para hacerse realidad.

Miguel de Unamuno, el autor más sobresaliente de la Generación del 98, se sentía acuciado por dos asuntos. Por un lado, el “problema” de España; por otro, cuestiones universales y filosóficas tales como el existencialismo, la religión y la fe. Eran para él referentes Nietzsche, Kierkegaard y Schopenhauer, aunque don Miguel tenía y desarrollaba, en una fecunda labor, sus propias ideas. En filosofía acuñó el término “intrahistoria” para nominar un concepto original: el alma oculta del pueblo, creada a lo largo de los siglos por los hechos de personas anónimas, las costumbres, las tradiciones. Esa fuerza permanece, influye en el presente, conforma a los hombres y mujeres para ahuyentar el miedo a la existencia. Si el ser humano, según Unamuno, está en lucha permanente para ser y no morir –no ser–, y aún así la muerte termina siempre llegando, la consciencia de este hecho absoluto lo inundará de angustia. Por ello, la intrahistoria, la religión, la tradición, las costumbres, deben ser preservadas como “certezas” a las que asirse.

Unamuno quiere que sus ideas se comprendan, y considera que el género del ensayo no es suficiente. La narrativa le da la posibilidad de explicarse de otro modo. Quiere llegar al lector y que el lector conozca. Para ello apuesta por la búsqueda de la unidad forma-contenido, y escribe pensando en la recepción del lector: un estilo subjetivo, llano, lejos de la ornamentación y recuperador de palabras populares (las que vienen de la “intrahistoria”), a lo que suma el uso de la metáfora, el símbolo y la alegoría construidas con materiales familiares. Para hablar de lo inefable.

En San Manuel Bueno, mártir (1933), trató de dilucidar la zozobra existencial, su negación de la fe como promesa de vida eterna, y su afirmación de la misma como mentira necesaria.

Novela corta, en ella Unamuno refleja los rasgos distintivos de su narrativa. Es la obra un “evangelio” escrito por Ángela Carballino, narradora homodiegética, y recogido por el autor-narrador, don Miguel, sobre la vida de un sacerdote que va a ser beatificado y, por tanto, considerado unánimemente “santo”. Solo que su santidad no es pura, proviene del sacrificio de la honestidad y dignidad propias. El sacerdote profesa una fe en la que no cree, para que “el pueblo” no la pierda y continúe viviendo. La publicación de este “evangelio” supondrá la no beatificación de Manuel.

Manuel encarna la lucha entre fe y duda que termina en derrota de la fe. Es el sentimiento trágico de la vida, que no tiene otro fin que la muerte, mas se la derrota por la permanencia del alma de la comunidad. De este modo, y utilizando la simbología de la obra, la nieve, elemento transitorio – la vida–,  cubre y permanece en la montaña –fe–, pero desaparece al llegar al lago –duda–. Es decir,  se supera la amenaza constante de la muerte y se puede seguir viviendo si lo hacemos dentro de la comunidad, descansando en la fe.

Para ilustrar cómo consigue adecuar Unamuno la forma a este contenido complejo, núcleo temático de la obra, he escogido un fragmento, un extracto de un párrafo de la secuencia tercera, el clímax de la narración. Es don Manuel quien nos habla (habla a Lázaro, el descreído hermano de Ángela) con un discurso desgarrado, en el que confiesa la gran mentira de su vida. Ha contado Ángela Carballino, la biógrafa, a estas alturas de la obra, su marcha del pueblo con el recuerdo del sacerdote, su regreso con dieciséis años llena de admiración, su constatación de las dudas del religioso, la aparición de su hermano Lázaro, la muerte de su madre, la conversión de Lázaro. Llegamos a nuestro texto: está Lázaro contando la verdad de D. Manuel a Ángela: no cree el santo, sino finge creer.

Y él: «Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío». Jamás olvidaré estas sus palabras.

Lázaro relata a Ángela la confesión del santo. Se dirige este a Lázaro. El discurso condensa ideas profundas que van conformando la confesión. El sujeto doliente es don Manuel y los objetos de su discurso son tres: Sus feligreses-pueblo, la religión-fe, y la vida.

Tomemos estas ideas como base para una disección del discurso.

1) Y él: «Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás.

Comienza una explicación angustiada del motivo de su confesión a Lázaro. Son dos almas escépticas que fingen creer en bien de un segundo objeto; don Manuel finge por el bien del pueblo, Lázaro por el bien de su conciencia (lo ha prometido a su madre moribunda). El diálogo es tenso y amargo. La geminación (tanto, tanto; jamás, jamás, jamás) expresan la angustia íntima que se libera tras mucho tiempo pudriéndo el espíritu. El uso de oración condicional plantea una hipótesis cuyo rechazo (isodinamia) se condensa dentro del pronombre eso y en el adverbio de tiempo ya comentado. De esta manera se nos transmite la vergüenza del personaje; no quiere repetir don Manuel algo que le parece el mayor de los pecados: Y eso (no lo haré), jamás, jamás, jamás. El doloroso secreto sólo puede ser revelado a otro espíritu igual, otro espíritu que no pueda ser dañado porque tampoco cree.

2) Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles.

El sacerdote tiene una misión en la vida que se resume en la sentencia Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, donde Manuel parece tomar conscientemente el papel de Cristo; se muestra al desnudo el simbolismo que se le otorga al personaje en la novela. Basta un enunciado del que se derraman 3 subordinadas finales. El zeugma deja fija la declaración Yo estoy para ir añadiendo subordinadas que aumentan en complejidad semántica y sintáctica (para hacerlos felices, para hacerles que se sueñen…), aunque con la misma estructura paralela y comienzo en anáfora. La sucesión y enumeración de motivos en enunciados sinónimos o relacionados entre sí (expolición), más las estructuras paralelas, expresan el estado de agitación del hablante, a la vez que refuerzan la idea principal.  Al igual que en la primera frase, se concluye con una antítesis violenta (inmortales-matarlos) introducida en otra oración coordinada, donde se vuelve a condensar –nuevamente isodinamia –  el rechazo de lo inaceptable, retratando la angustia del hablante. La forma verbal infinitivo predominante (hacer, vivir, matar), que muestra la acción en su plenitud, y el verbo “hacer”, denotan la conciencia de “hacedor”, ¿divino?, que tiene D. Manuel. Destaquemos la expresión metonímica que se sueñen que entroncan con la idea unamuniana de la imposibilidad de la felicidad –no existe, sólo se puede soñar – y de la vida como sueño.

3) Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan.

­­­­­­En medio el epitrocasmo, la tesis y su conclusión. Su verdad no es válida, sí lo es la verdad tradicional, la que proviene de la intrahistoria del pueblo, incluida en ella la religión. La técnica es la misma: el zeugma de la frase principal, la anáfora, el paralelismo y la enumeración de “necesidades” en subordinadas en complejidad creciente sintáctica y semántica: …que vivan sanamente; que vivan en unanimidad de sentido. El paralelismo también le sirve al autor para enviarnos un mensaje, que no es otro que “vivir sanamente es vivir en unanimidad de sentido”. Es decir, en comunidad y con conciencia de comunidad –otra vez la intrahistoria–. Como en las anteriores oraciones termina con la negación enfocando la palabra “verdad”: la verdad-mi verdad para mostrarnos a D. Manuel convencido de la ausencia de la “otra vida”. Concluye con un simple y triste Que vivan, pues ya vivir sin más es tarea ingrata y dura, y parece que se conforma el sacerdote con la mera existencia terrena.

4) Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho

Aparece la Iglesia. Una vez enunciada la solución, la Iglesia es la que puede llevarla a cabo. Pasamos del subjuntivo “vivan” hipotético a la afirmación plena hacerles vivir. ¿La religión se apoya, entonces, en una mentira? La interrogación retórica nos da pie a la explicación, que toma la forma de oración principal (Todas las religiones son verdaderas; luego zeugma) con varias subordinadas que enuncian argumentos secundarios (etiología) usando la anáfora y el paralelismo estructural que responde el interrogante: en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos; en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir (otra antítesis).

Concluye don Manuel: La religión es verdadera para el pueblo que la ha creado, reside en el fondo del lago, con las creencias, tradiciones, hechos y vidas que se han amontonado a lo largo de los siglos. En consecuencia, tiene un papel insustituible en la vida de la comunidad. Aparecen diseminadas la palabra verdad y adjetivos derivados de ella (poliptoton). Le atormenta la mentira y por eso emplea repetidamente verdad, verdadero, verdadera. Sabe la respuesta. La religión es verdadera porque su efecto es real y tangible, una visión utilitaria de las creencias religiosas particularmente incongruente con el sacerdocio.

Posiblemente uno de los párrafos más atrevidos y controvertidos de Unamuno. Falsedad de las religiones pero verdad de las mismas por su función de consuelo, cohesión y supervivencia en la intrahistoria.

5) ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío». Jamás olvidaré estas sus palabras.

Le llega el turno de nuevo a la persona. Si antes se refiere Manuel a su misión benefactora ahora toca llegar al fondo de la cuestión: ¿Cómo puede vivir en farsa permanente y engañando a todos? De nuevo hay una interrogación retórica que se adelanta a lo que piensa el interlocutor. La respuesta se encierra en una epanadiplosis la mía-el mío. El hecho de consolar a los demás, presente por un nuevo poliptoton y diseminación (consolarme, consolar, consuelo), es, en este caso, lo que justifica la actitud. Esta es su verdad, con la cual, como vimos anteriormente, no puede sobrevivir el pueblo.

En breves líneas se nos presenta la clave de la obra, la idea que nos quiere explicar Unamuno. El discurso de Manuel está construido sobre la base de una exposición de motivos no ordenada, expresados con una estructura similar, en la que las ideas secundarias enlazan unas con otras sin nexos (asíndeton), usando repeticiones de palabras rebosantes de significación, sugestivas, antítesis varias que muestran la lucha entre extremos, interrogaciones retóricas inmediatamente respondidas, que denotan que él ya se ha preguntado y contestado eso muchas veces.

Todo el texto retrata el estado de ánimo del hablante, de máxima tensión, de sufrimiento, de consumación. No tratemos de ver al Unamuno hombre tras estas palabras, sino su pensamiento y su hábil empleo de la narración para mostrarlo al receptor. Y como receptor, la lectura de la obra en su conjunto, y de este párrafo en particular, me crean otras inquietudes respecto al personaje: ¿No está don Manuel imbuido en una misión “divina” a la que sacrifica su vida? ¿Y no tiene un concepto de sí mismo demasiado elevado al arrogarse la sabiduría total que le permite determinar qué es lo que necesita el pueblo? ¿No halla otro camino que la hipocresía para ayudar a los demás?

Quedan las ideas del autor en el receptor tal y como es su intención, pero deja reducido al personaje como instrumento para la difusión de las mismas, y nos gustaría saber más de sus razones íntimas.

El deshielo ha llenado el pantano, ya no se ven los tejados ni la torre de la iglesia. Un desierto de agua hay en su lugar. Pero en los atardeceres, cuando todos se guardan en las casas del pueblo nuevo, y el silencio llega con las sombras, se siente la presencia durmiente, oculta y perpetua de lo que un día fue pasado.