Tan solo unos segundos en el noticiario. Ha muerto Maureen O’Hara. Fugazmente aparecen fotogramas de grandes películas y una anciana a la que no vimos envejecer. “Ha muerto Maureen O’Hara” repiten, como si no hubiera pasado nada. Pero muchos recordamos…
Es un día tan triste que vemos Innisfree cubierto con niebla blanca y gris. Allí el fantasma de John Ford arrastra los pies por la piedra húmeda mientras llora con su único ojo, y el parche se le moja de pena; recuerda otra noche en la que ella le cerró la puerta de su caravana y él filmó una película con una cámara enamorada. Hizo salir el sol en la lluviosa Irlanda, pintó habitantes entrañables, construyó tabernas llenas de cantos irlandeses y robó los colores al Greco para que el rojo de su pelo y de su falda, el azul de su camisa y el blanco de su cara la hicieran más hermosa. Irlanda nunca fue tan verde y amable, tan risueña y armoniosa, ni tan graciosa, como aquella vez que Maureen, Wayne y Ford inventaron la historia de amor que todos ansiamos vivir alguna vez.
La tormenta arrecia, las contraventanas retumban rítmicamente, aúlla el aire, pero en la choza de arcilla y espinos se respira la calidez de las pequeñas cosas. Se nos escapa la bella y terca pastora hacia la puerta rota. Esta vez Sean Thornton no logra asir su mano y desaparece para siempre en la noche.
Ford y Wayne la esperan, whisky en mano, y sólo lamentan que en el cielo no se pueda hacer películas.
A nosotros, siempre nos quedará Innisfree.