Era Quevedo un escritor barroco, pequeño sólo de cuerpo, una cabeza privilegiada, una pluma bermeja (no hay más que decir para quien conoce la furia y acidez de su vida y obra), los ojos, desorbitados en la expresión, que parecía que miraba las almas, hábiles para desenmascarar apariencias; la nariz, entre “desengaño” e “intolerancia”, porque la decadencia que le rodeaba había agudizado sus sentidos; la cara, descolorida del miedo a la muerte, que, de inseparable presencia, parecía que amenazaba con llevárselo desde la cuna; los sentimientos, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por creerlos debilidad, los había desterrado… El habla, inabarcable, brillante, ingeniosa, conceptista, intelectual, satírica, petrarquista, inimitable, desmesurada, moralizante, violenta. Al fin, él era archibarroco y protogenio.
Durante los últimos años, al pasear por el centro de la ciudad suelo hacer un alto en una conocida librería. Allí, en la primera planta, en las estanterías dedicadas a la poesía, en el anaquel más alto y a la izquierda, letra a, aprisionado entre nobles volúmenes de anónimos y antologías, ignorado por Alberti y Auden, tímido y ausente, asoma un libro de lomo blanco titulado Poesía china, siglos IX a. C. – XX. Elijo una página al azar, leo una o dos poesías y me invade una emoción serena. Después vuelvo a colocar el libro en su sitio y, he de confesarlo, lo dejo bien escondido para evitar que lo adquiera algún despistado y me prive durante un tiempo de mi pequeño y placentero ritual.
No recuerdo por qué abrí ese libro por primera vez. Supongo que la curiosidad por lo desconocido y la inquietud del lector que ya es consciente de que nunca podrá leer todo lo que desearía, y que no quiere dejar pasar oportunidades. El caso es que, tras una primera experiencia, me vi tentado a investigar la historia de esa literatura, el contexto socio-político, su poética y a sus autores; adquiriría el libro y lo devoraría. Afortunadamente, no lo hice.
Fue una buena decisión, pues aposté por ignorar lo concreto y dejar a la imaginación libre. Borges, en su conferencia La música de las palabras y la traducción lo expresó con sabiduría: “Imagino que, en un futuro, los hombres se preocuparán por la belleza, no por las circunstancias de la belleza”. ¿El resultado?, una lectura más intensa y una comprensión profunda del sentimiento lírico; ¿lo que encontré en las poesías?, trataré de explicarlo.
Es la aprehensión del instante. El tiempo detenido donde todo lo que sucede se amplifica hasta adquirir intenso significado: el murmullo de una hoja seca arrastrada por el viento, el rumor de las gotas de lluvia empapando el suelo, la bruma y el sol, el color de la flor, las estaciones que van y siempre vuelven, las cumbres misteriosas que esconden leyendas todavía no narradas; el recuerdo del hijo, del amor ausente, de las glorias y penurias pasadas, el siseo de una conversación lejana entre dos ancianos que no llegamos a descifrar, aquella noche en la que apuramos la copa de la amistad…
Es, en fin, el universo, hermoso e indiferente a los hombres, y sólo disponible para aquel que ha conseguido detenerse y sentir.
Haré una excepción a mi voluntaria ignorancia de las «circunstancias de la belleza» porque sería injusto no nombrar al traductor, el filólogo e hispanista vietnamita Guojian Chen. Con sensibilidad de orfebre ha traducido a un hermoso castellano unas obras que la mayoría no leeremos en su idioma original. Hasta qué punto se ha mantenido fiel al poema original o, como dice el citado Borges, ha creado una “belleza propia” diferente del original nunca podremos saberlo. Pero ¿a quién le preocupa eso?
Hace un tiempo me quedé sin palabras para una amiga que pasaba por momentos de grandísimo dolor por la muerte de una hermana. Recurrí entonces a un poema de este libro, escrito en el siglo XII por Xin Quiji, un guerrero lejano. Me pareció que expresaba el único consuelo al que agarrarse en ese momento:
LO QUE SIGNIFICA LA TRISTEZA
De joven, yo no conocía la tristeza.
En busca de inspiración,
solía subir a las torres,
pagodas y altos pabellones,
y lograba versos bien melancólicos.
Ahora que he experimentado y probado
todos los sinsabores de la tristeza,
quiero expresarlo, mas no puedo.
No consigo decir sino:
¡Qué fresco está el tiempo!
¡Qué hermoso el otoño!
Quién sabe si en el futuro daré el paso de estudiar a fondo “las circunstancias de la belleza” y explore la atrayente similitud que me parece ver entre muchos poemas breves chinos y nuestro Cancionero tradicional español. De momento, seguiré imaginando que hace siglos guerreros, señores feudales, funcionarios y poetas de rasgos orientales sintieron la necesidad de explicarse a sí mismos y que nos regalan ahora respuestas sencillas a los enigmas humanos.
Fue hace noventa y cuatro años. Un 21 de Julio de 1921 comenzó el conocido Desastre de Annual. Dicen que diez mil españoles cayeron ese día y los siguientes, huyendo, combatiendo, muriendo. La humillación militar y nacional dio lugar a la búsqueda de las responsabilidades, que se mostraron crudas e indecentes. Estudios históricos se han escrito, algunos con más perspectiva que otros; testigos del horror y de la ignominia lo han narrado en Imán, de Ramón J. Sender y en La ruta, de Arturo Barea, los más notables y literarios ejemplos. En la historia de España es un hecho de gran influencia y una vergüenza.
En esta justificada amargura siempre he echado en falta el recuerdo emocionado de los nuestros. Diez mil españoles que no son una cifra para los libros de historia. Vinieron del pueblo o de la ciudad. Se llamaban Juan, José, Miguel, Alfredo, Luis,…Les esperaban novias, esposas que se llamaban María, Carmen, Teresa, Josefa, Francisca. El padre –Juan, Gregorio, Indalecio– se retorció las manos arrugadas mientras lo vio marchar a África. La madre –Encarnación, Felicia, Isabel– se deshacía en tristeza, hasta el final de su vida, cada vez que miraba la foto en blanco y negro de aquel joven que ya no envejecería más. Muchos ni siquiera tuvieron tumbas a las que llevar flores.
Las circunstancias políticas, los responsables, la licitud de la empresa colonial, la corrupción, suenan a letanía adormecedora para un pueblo que tanto se ha esforzado en condenar derrotas y tan poco en recordar a los suyos.
A los restos de un soldado muerto (y olvidado) en Monte Arruit. 1921
Tomo prestado al andaluz perfecto
un verso sentido, si no llorado,
para llorar tu muerte de soldado.
Ya no conmueve ni causa efecto
tu piel, pergamino sobre tus huesos,
tu garganta, de rubíes inundado
yermo; tu joven cuerpo profanado
por destellos afilados de cielo.
El recuerdo de la vida olvidada,
el nombre, el apellido, la mirada
retén en tu memoria, ¡oh peregrino!,
que ya no alegran flores la rosada
aurora ni de madre ni de amada:
venéralo, y prosigue tu camino.