
El problema de la necesaria selección de obras para el estudio histórico literario de un determinado periodo, una vez realizado, planea como una sombra de duda en el historiador ya embebido en su trabajo, pues ha supuesto un olvido intencionado de muchas obras: ¿Y si sus criterios han dejado ahogadas, en la profundidad de la masa de textos, obras relevantes?
Entre los criterios de selección objetivos y parcialmente verificables está el éxito entre los lectores. Y hemos de reconocer que no solo no asegura a las obras más leídas su inclusión entre las dignas de comentario, sino que incluso puede relegar piezas de arte literario al olvido por su pertenencia a ese género preterido, cuyos títulos fueron, entonces, los «mejor vendidos». A nuestro entender, el historiador de la literatura debe ser consciente de los límites que dibujan sus propios presupuestos constructivos –aquellos que conformarán su narración histórica–, pero no añadir otros límites, como el observar el pasado desde la atalaya de la superioridad intelectual y moral de su siglo.
Queda, pues, establecido que el éxito entre los lectores no puede ser desdeñado por el historiador, ya que miles de personas emitieron su veredicto en el pasado acerca de la eficacia de la comunicación literaria de esas obras; mas esto nos conduce a resolver nuevos problemas para ponderar adecuadamente esta afirmación. Cuestiones como ¿A qué llamamos éxito de lectores?, ¿Cuál es el peso de los factores extra literarios en la difusión de las obras? y ¿Estaba la calidad literaria siempre acompañada de ese éxito? se nos antojan claves. Para responderlas, tomaremos el siglo XVI español como modelo de periodo literario abundante en calidad y cantidad de obras, de contexto histórico y social bien estudiado.
En el siglo XVI en España, la determinación de la difusión exitosa de las obras literarias es, cuando menos, imprecisa. Las obras se difundían oralmente (canciones, sermones), lo que conocemos por testimonios diversos; en manuscritos, cuya difusión deducimos de los que se han conservado; y en obras impresas (impresos menores, pliegos sueltos, libros). El analfabetismo imperante no significaba incapacidad como receptor de obras literarias, las lecturas en voz alta no eran exclusivas de los iletrados, y las ediciones de libros son significativas en cuanto a dato objetivo, mas no fácilmente comparables con la difusión oral o manuscrita si hablamos de su extensión y público. Dada esta prevención, existe un consenso sobre cuáles fueron las obras más difundidas y a él nos atenemos.
Dicho esto, el éxito entre los lectores es a veces contingente, y como tal puede darse por multitud de factores ambientales –políticos, sociales, culturales, religiosos, morales, económicos, técnicos– que satisfacen al receptor de la obra literaria, su horizonte de expectativa, pero que no descansan en la calidad intrínsecamente artística, ni siquiera vistos desde la estética de la época. En nuestra literatura renacentista tenemos ejemplos paradigmáticos, como la contribución al éxito de una obra del formato impreso más manejable y de más fácil distribución, o los libros de caballerías como entretenimiento. Concebidos desde un punto de vista político-social, fueron la literatura moral y religiosa de consumo – y combate anti reformista –, junto con la épica culta glorificadora de las gestas imperiales, los mejores vendidos. De estas corrientes citadas, es actualmente denostada la literatura religiosa, de gran importancia para la época, y que respondía al anhelo que tenían numerosos españoles, no sólo religiosos. No obstante, quizás la épica culta ha sido la más olvidada en la historia de la literatura por su presunta baja calidad. Detengámonos un poco en ella como ejemplo de éxito aparentemente sin calidad literaria.
En la España de Carlos V, heredera de las gestas de los Reyes Católicos, potencia dominante del mundo conocido, se suceden los hechos épicos. Las hazañas militares de Gonzalo Fernández de Córdoba y Juan de Austria, la figura del propio Emperador guerrero, las gestas que acompañan al descubrimiento de América, daban la materia necesaria para una orgullosa exaltación colectiva. Recogidos los sucesos por los cronistas, que tratan de ser fieles a los hechos y a la vez justificar la política imperial, la población oye noticias, la fantasía se dispara, así como el orgullo. Los escritores tratarán de cantar a este mundo heroico al modo de la épica clásica, pues hay un público que quiere solazarse con las hazañas de sus iguales. Se construye un género a imitación de los clásicos (Virgilio y Lucano, principalmente) y de autores italianos (Boiardo, Ariosto) que habían ya deformado la épica, novelándola. En los años de esplendor, entre 1550 y 1650 se publican setenta poemas épicos. El éxito de Historia Parthenopea (Roma, 1516), dedicado al Gran Capitán, de Alonso Hernández, o los poemas épicos dedicados a los hechos notables del imperio, conocidos como «Las Caroliadas», o La Austriada (1584), de Juan Rulfo, conocen numerosas ediciones y su difusión es máxima. ¿Por qué ese éxito fue momentáneo y estas obras murieron junto al efímero género que habían contribuido a crear?
Parece definitiva la falta de talento literario, incapaz de reflejar lo épico de un modo que supere la poética clásica y la preceptiva, cuyo objeto y circunstancia eran diferentes. Emplearon los autores un modelo, la épica clásica, que se basaba en la oralidad, en la narración que se transmite de hechos lejanos y que se alimenta de los sentimientos de los escuchantes, exaltados e inspirados ante la ejemplaridad heroica, y que a su vez completarán y modificarán el poema para otros, para posteriormente pasar a la obra escrita. Nuestros escritores, en cambio, obvian que tratan sucesos contemporáneos, en los que se puede consultar a los cronistas y a los propios protagonistas; falta la lejanía temporal que bruñe de oro los recuerdos y deja que brille sólo lo esencial; sobra la tensión entre la verdad histórica y la leyenda. El éxito de una obra –o de un género en su conjunto –, no puede considerarse garantía de calidad literaria.
Advertíamos al principio del riesgo de olvidar obras relevantes al asociarlas a un género literariamente fallido. Como muestra, una excepcional obra que confirma nuestro argumento. De La Araucana, de Alonso de Ercilla se publican hasta 19 ediciones entre el año 1574 y el 1625. Su éxito de lectores está demostrado, a lo que hay que añadir las referencias numerosas a la obra por otros autores, que acuden a ella como argumento de autoridad tanto literario como histórico. Fue fuente para romances y modelo para otros autores de poemas épicos. Al éxito le acompaña la calidad literaria, el estilo y la originalidad: una epopeya de protagonista colectivo vista desde el punto de vista del enemigo derrotado.
A tenor de lo dicho de La Araucana –éxito acompañado de calidad –, nos queda ver la cuestión a contrario sensu: ¿ha de tenerse en cuenta la falta de éxito de una obra como criterio de su valor para la historia de la literatura? Utilicemos la comparación con las ediciones de las obras de Fernando de Herrera. En total encontramos siete ediciones de diversas obras entre 1572 y 1625. Poco frente a la epopeya chilena, el éxito de Herrera no fue cuantitativo sino cualitativo, ya que al renovar y culminar la poesía italianista, ejerce una gran influencia entre los literatos y público más culto (a favor y en contra), y se proyecta sobre las generaciones venideras. No parece Herrera, por su carácter retraído y elitista, que estuviera muy interesado en una prolífica difusión. Por tanto, es Herrera un autor de éxito, sí, pero sus obras no son un éxito de lectores. Es su proyección sobre la literatura como institución y sobre los autores y lectores futuros la que hace superior su obra a la de Ercilla.
Las obras mejor vendidas no son sinónimo de calidad literaria, pero tienen un impacto real sobre los lectores. Un cuidadoso estudio de los factores extra literarios que justifique un criterio literario negativo actual sobre obras pasadas ha de realizarse iluminado por el faro de la humildad y el respeto a aquellos lectores y a su inteligencia. La buena noticia es que el canon literario se enriquece, cada cierto tiempo, de obras hasta ese momento irrelevantes y de pobres méritos. Ello demuestra cuán difícil es abstraerse de nuestra propia visión del mundo y valorar sin prejuicios. Y cuanto de subjetivo hay, a veces, en la tarea de historiar la literatura.