De cuando conocí a Gonzalo de Berceo

Campos de Berceo
Campos de Berceo

Hace años, cuando todavía no había oído hablar de la autonomía del hecho literario o de la estética de la recepción, vagaba por los clásicos con el interés propio del diletante que anhela un nuevo disfrute. El primer contacto fue a través de un manual básico de literatura, que lo presentaba así: “Gonzalo de Berceo, primer poeta de nombre conocido en lengua castellana”. Leí los Milagros de Nuestra Señora, quedando sorprendido por la sencillez y el encanto en la expresión, por la dilección hacia los personajes. Una vez superada la obra, fue el autor el que atrajo mi atención.

Adiviné en sus palabras un deseo de permanencia, una vanidad primaria de escritor impropia de su época, que le lleva a firmar la obra y a presentarse en la misma: “Yo maestro Gonçalvo   de Verceo nomnado”. Quizá el haberse criado en un monasterio y la superior formación intelectual que recibe provocan en él un íntimo, oculto deseo de superar las fronteras que limitan el conocimiento de su talento y exponerlo al público. Yo lo imagino de joven, sentado en cualquier rincón del convento, cegado por el sol tras horas en la biblioteca, leyendo obra tras obra, estudiando, hasta llegar, pasados los años, a la conclusión de que él podría escribir mejor y, a la vez, servir a Dios y a la Iglesia. En algún momento llegaron las obras, atrevimientos revestidos de ingenuidad para que todo cupiera: el autor literario, el artesano, el religioso.

Escribieron sobre Gonzalo de Berceo, con admiración y estima por la inocencia y frescura de ese balbuceante primer castellano, Antonio Machado, Rubén Darío y creo recordar que Borges. Machado lo imagina copiando a otros, monótono, sin brillo, sin originalidad; Rubén Darío vislumbra el talento del poeta encadenado a la métrica arcaica. Ambos lo muestran victorioso a pesar de sus limitaciones: “le sale afuera la luz del corazón” y “vuelo y libertad” son el destino final de su obra.

A mí me conmovió su verso simple de alma pura, dejándome la sensación de haber escuchado las primeras palabras que pronuncia un niño.