Unamuno, San Manuel, y la ciudad sumergida

Fotografía de Ana Muinelo

Hay muchas “ciudades sumergidas” en España. Pequeños pueblos en lo profundo de lagos artificiales que sacian la sed de urbes lejanas, ajenas. Cuando la sequía se prolonga asoman, fantasmales, la torre de la iglesia y algunos tejados aislados, todo gris y exánime. Los más ancianos observan en silencio mientras los recuerdos acuden, despiadados. Luego, la resignación les empuja a mirar hacia otro lado y seguir con sus quehaceres.

No imaginaba Unamuno que su metáfora, inspirada en leyendas, de la ciudad sumergida, iba a dejar de ser parábola de lo que él llamaba la “intrahistoria” para hacerse realidad.

Miguel de Unamuno, el autor más sobresaliente de la Generación del 98, se sentía acuciado por dos asuntos. Por un lado, el “problema” de España; por otro, cuestiones universales y filosóficas tales como el existencialismo, la religión y la fe. Eran para él referentes Nietzsche, Kierkegaard y Schopenhauer, aunque don Miguel tenía y desarrollaba, en una fecunda labor, sus propias ideas. En filosofía acuñó el término “intrahistoria” para nominar un concepto original: el alma oculta del pueblo, creada a lo largo de los siglos por los hechos de personas anónimas, las costumbres, las tradiciones. Esa fuerza permanece, influye en el presente, conforma a los hombres y mujeres para ahuyentar el miedo a la existencia. Si el ser humano, según Unamuno, está en lucha permanente para ser y no morir –no ser–, y aún así la muerte termina siempre llegando, la consciencia de este hecho absoluto lo inundará de angustia. Por ello, la intrahistoria, la religión, la tradición, las costumbres, deben ser preservadas como “certezas” a las que asirse.

Unamuno quiere que sus ideas se comprendan, y considera que el género del ensayo no es suficiente. La narrativa le da la posibilidad de explicarse de otro modo. Quiere llegar al lector y que el lector conozca. Para ello apuesta por la búsqueda de la unidad forma-contenido, y escribe pensando en la recepción del lector: un estilo subjetivo, llano, lejos de la ornamentación y recuperador de palabras populares (las que vienen de la “intrahistoria”), a lo que suma el uso de la metáfora, el símbolo y la alegoría construidas con materiales familiares. Para hablar de lo inefable.

En San Manuel Bueno, mártir (1933), trató de dilucidar la zozobra existencial, su negación de la fe como promesa de vida eterna, y su afirmación de la misma como mentira necesaria.

Novela corta, en ella Unamuno refleja los rasgos distintivos de su narrativa. Es la obra un “evangelio” escrito por Ángela Carballino, narradora homodiegética, y recogido por el autor-narrador, don Miguel, sobre la vida de un sacerdote que va a ser beatificado y, por tanto, considerado unánimemente “santo”. Solo que su santidad no es pura, proviene del sacrificio de la honestidad y dignidad propias. El sacerdote profesa una fe en la que no cree, para que “el pueblo” no la pierda y continúe viviendo. La publicación de este “evangelio” supondrá la no beatificación de Manuel.

Manuel encarna la lucha entre fe y duda que termina en derrota de la fe. Es el sentimiento trágico de la vida, que no tiene otro fin que la muerte, mas se la derrota por la permanencia del alma de la comunidad. De este modo, y utilizando la simbología de la obra, la nieve, elemento transitorio – la vida–,  cubre y permanece en la montaña –fe–, pero desaparece al llegar al lago –duda–. Es decir,  se supera la amenaza constante de la muerte y se puede seguir viviendo si lo hacemos dentro de la comunidad, descansando en la fe.

Para ilustrar cómo consigue adecuar Unamuno la forma a este contenido complejo, núcleo temático de la obra, he escogido un fragmento, un extracto de un párrafo de la secuencia tercera, el clímax de la narración. Es don Manuel quien nos habla (habla a Lázaro, el descreído hermano de Ángela) con un discurso desgarrado, en el que confiesa la gran mentira de su vida. Ha contado Ángela Carballino, la biógrafa, a estas alturas de la obra, su marcha del pueblo con el recuerdo del sacerdote, su regreso con dieciséis años llena de admiración, su constatación de las dudas del religioso, la aparición de su hermano Lázaro, la muerte de su madre, la conversión de Lázaro. Llegamos a nuestro texto: está Lázaro contando la verdad de D. Manuel a Ángela: no cree el santo, sino finge creer.

Y él: «Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío». Jamás olvidaré estas sus palabras.

Lázaro relata a Ángela la confesión del santo. Se dirige este a Lázaro. El discurso condensa ideas profundas que van conformando la confesión. El sujeto doliente es don Manuel y los objetos de su discurso son tres: Sus feligreses-pueblo, la religión-fe, y la vida.

Tomemos estas ideas como base para una disección del discurso.

1) Y él: «Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás.

Comienza una explicación angustiada del motivo de su confesión a Lázaro. Son dos almas escépticas que fingen creer en bien de un segundo objeto; don Manuel finge por el bien del pueblo, Lázaro por el bien de su conciencia (lo ha prometido a su madre moribunda). El diálogo es tenso y amargo. La geminación (tanto, tanto; jamás, jamás, jamás) expresan la angustia íntima que se libera tras mucho tiempo pudriéndo el espíritu. El uso de oración condicional plantea una hipótesis cuyo rechazo (isodinamia) se condensa dentro del pronombre eso y en el adverbio de tiempo ya comentado. De esta manera se nos transmite la vergüenza del personaje; no quiere repetir don Manuel algo que le parece el mayor de los pecados: Y eso (no lo haré), jamás, jamás, jamás. El doloroso secreto sólo puede ser revelado a otro espíritu igual, otro espíritu que no pueda ser dañado porque tampoco cree.

2) Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles.

El sacerdote tiene una misión en la vida que se resume en la sentencia Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, donde Manuel parece tomar conscientemente el papel de Cristo; se muestra al desnudo el simbolismo que se le otorga al personaje en la novela. Basta un enunciado del que se derraman 3 subordinadas finales. El zeugma deja fija la declaración Yo estoy para ir añadiendo subordinadas que aumentan en complejidad semántica y sintáctica (para hacerlos felices, para hacerles que se sueñen…), aunque con la misma estructura paralela y comienzo en anáfora. La sucesión y enumeración de motivos en enunciados sinónimos o relacionados entre sí (expolición), más las estructuras paralelas, expresan el estado de agitación del hablante, a la vez que refuerzan la idea principal.  Al igual que en la primera frase, se concluye con una antítesis violenta (inmortales-matarlos) introducida en otra oración coordinada, donde se vuelve a condensar –nuevamente isodinamia –  el rechazo de lo inaceptable, retratando la angustia del hablante. La forma verbal infinitivo predominante (hacer, vivir, matar), que muestra la acción en su plenitud, y el verbo “hacer”, denotan la conciencia de “hacedor”, ¿divino?, que tiene D. Manuel. Destaquemos la expresión metonímica que se sueñen que entroncan con la idea unamuniana de la imposibilidad de la felicidad –no existe, sólo se puede soñar – y de la vida como sueño.

3) Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan.

­­­­­­En medio el epitrocasmo, la tesis y su conclusión. Su verdad no es válida, sí lo es la verdad tradicional, la que proviene de la intrahistoria del pueblo, incluida en ella la religión. La técnica es la misma: el zeugma de la frase principal, la anáfora, el paralelismo y la enumeración de “necesidades” en subordinadas en complejidad creciente sintáctica y semántica: …que vivan sanamente; que vivan en unanimidad de sentido. El paralelismo también le sirve al autor para enviarnos un mensaje, que no es otro que “vivir sanamente es vivir en unanimidad de sentido”. Es decir, en comunidad y con conciencia de comunidad –otra vez la intrahistoria–. Como en las anteriores oraciones termina con la negación enfocando la palabra “verdad”: la verdad-mi verdad para mostrarnos a D. Manuel convencido de la ausencia de la “otra vida”. Concluye con un simple y triste Que vivan, pues ya vivir sin más es tarea ingrata y dura, y parece que se conforma el sacerdote con la mera existencia terrena.

4) Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho

Aparece la Iglesia. Una vez enunciada la solución, la Iglesia es la que puede llevarla a cabo. Pasamos del subjuntivo “vivan” hipotético a la afirmación plena hacerles vivir. ¿La religión se apoya, entonces, en una mentira? La interrogación retórica nos da pie a la explicación, que toma la forma de oración principal (Todas las religiones son verdaderas; luego zeugma) con varias subordinadas que enuncian argumentos secundarios (etiología) usando la anáfora y el paralelismo estructural que responde el interrogante: en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos; en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir (otra antítesis).

Concluye don Manuel: La religión es verdadera para el pueblo que la ha creado, reside en el fondo del lago, con las creencias, tradiciones, hechos y vidas que se han amontonado a lo largo de los siglos. En consecuencia, tiene un papel insustituible en la vida de la comunidad. Aparecen diseminadas la palabra verdad y adjetivos derivados de ella (poliptoton). Le atormenta la mentira y por eso emplea repetidamente verdad, verdadero, verdadera. Sabe la respuesta. La religión es verdadera porque su efecto es real y tangible, una visión utilitaria de las creencias religiosas particularmente incongruente con el sacerdocio.

Posiblemente uno de los párrafos más atrevidos y controvertidos de Unamuno. Falsedad de las religiones pero verdad de las mismas por su función de consuelo, cohesión y supervivencia en la intrahistoria.

5) ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío». Jamás olvidaré estas sus palabras.

Le llega el turno de nuevo a la persona. Si antes se refiere Manuel a su misión benefactora ahora toca llegar al fondo de la cuestión: ¿Cómo puede vivir en farsa permanente y engañando a todos? De nuevo hay una interrogación retórica que se adelanta a lo que piensa el interlocutor. La respuesta se encierra en una epanadiplosis la mía-el mío. El hecho de consolar a los demás, presente por un nuevo poliptoton y diseminación (consolarme, consolar, consuelo), es, en este caso, lo que justifica la actitud. Esta es su verdad, con la cual, como vimos anteriormente, no puede sobrevivir el pueblo.

En breves líneas se nos presenta la clave de la obra, la idea que nos quiere explicar Unamuno. El discurso de Manuel está construido sobre la base de una exposición de motivos no ordenada, expresados con una estructura similar, en la que las ideas secundarias enlazan unas con otras sin nexos (asíndeton), usando repeticiones de palabras rebosantes de significación, sugestivas, antítesis varias que muestran la lucha entre extremos, interrogaciones retóricas inmediatamente respondidas, que denotan que él ya se ha preguntado y contestado eso muchas veces.

Todo el texto retrata el estado de ánimo del hablante, de máxima tensión, de sufrimiento, de consumación. No tratemos de ver al Unamuno hombre tras estas palabras, sino su pensamiento y su hábil empleo de la narración para mostrarlo al receptor. Y como receptor, la lectura de la obra en su conjunto, y de este párrafo en particular, me crean otras inquietudes respecto al personaje: ¿No está don Manuel imbuido en una misión “divina” a la que sacrifica su vida? ¿Y no tiene un concepto de sí mismo demasiado elevado al arrogarse la sabiduría total que le permite determinar qué es lo que necesita el pueblo? ¿No halla otro camino que la hipocresía para ayudar a los demás?

Quedan las ideas del autor en el receptor tal y como es su intención, pero deja reducido al personaje como instrumento para la difusión de las mismas, y nos gustaría saber más de sus razones íntimas.

El deshielo ha llenado el pantano, ya no se ven los tejados ni la torre de la iglesia. Un desierto de agua hay en su lugar. Pero en los atardeceres, cuando todos se guardan en las casas del pueblo nuevo, y el silencio llega con las sombras, se siente la presencia durmiente, oculta y perpetua de lo que un día fue pasado.

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