
Durante los últimos años, al pasear por el centro de la ciudad suelo hacer un alto en una conocida librería. Allí, en la primera planta, en las estanterías dedicadas a la poesía, en el anaquel más alto y a la izquierda, letra a, aprisionado entre nobles volúmenes de anónimos y antologías, ignorado por Alberti y Auden, tímido y ausente, asoma un libro de lomo blanco titulado Poesía china, siglos IX a. C. – XX. Elijo una página al azar, leo una o dos poesías y me invade una emoción serena. Después vuelvo a colocar el libro en su sitio y, he de confesarlo, lo dejo bien escondido para evitar que lo adquiera algún despistado y me prive durante un tiempo de mi pequeño y placentero ritual.
No recuerdo por qué abrí ese libro por primera vez. Supongo que la curiosidad por lo desconocido y la inquietud del lector que ya es consciente de que nunca podrá leer todo lo que desearía, y que no quiere dejar pasar oportunidades. El caso es que, tras una primera experiencia, me vi tentado a investigar la historia de esa literatura, el contexto socio-político, su poética y a sus autores; adquiriría el libro y lo devoraría. Afortunadamente, no lo hice.
Fue una buena decisión, pues aposté por ignorar lo concreto y dejar a la imaginación libre. Borges, en su conferencia La música de las palabras y la traducción lo expresó con sabiduría: “Imagino que, en un futuro, los hombres se preocuparán por la belleza, no por las circunstancias de la belleza”. ¿El resultado?, una lectura más intensa y una comprensión profunda del sentimiento lírico; ¿lo que encontré en las poesías?, trataré de explicarlo.
Es la aprehensión del instante. El tiempo detenido donde todo lo que sucede se amplifica hasta adquirir intenso significado: el murmullo de una hoja seca arrastrada por el viento, el rumor de las gotas de lluvia empapando el suelo, la bruma y el sol, el color de la flor, las estaciones que van y siempre vuelven, las cumbres misteriosas que esconden leyendas todavía no narradas; el recuerdo del hijo, del amor ausente, de las glorias y penurias pasadas, el siseo de una conversación lejana entre dos ancianos que no llegamos a descifrar, aquella noche en la que apuramos la copa de la amistad…
Es, en fin, el universo, hermoso e indiferente a los hombres, y sólo disponible para aquel que ha conseguido detenerse y sentir.
Haré una excepción a mi voluntaria ignorancia de las «circunstancias de la belleza» porque sería injusto no nombrar al traductor, el filólogo e hispanista vietnamita Guojian Chen. Con sensibilidad de orfebre ha traducido a un hermoso castellano unas obras que la mayoría no leeremos en su idioma original. Hasta qué punto se ha mantenido fiel al poema original o, como dice el citado Borges, ha creado una “belleza propia” diferente del original nunca podremos saberlo. Pero ¿a quién le preocupa eso?
Hace un tiempo me quedé sin palabras para una amiga que pasaba por momentos de grandísimo dolor por la muerte de una hermana. Recurrí entonces a un poema de este libro, escrito en el siglo XII por Xin Quiji, un guerrero lejano. Me pareció que expresaba el único consuelo al que agarrarse en ese momento:
LO QUE SIGNIFICA LA TRISTEZA
De joven, yo no conocía la tristeza.
En busca de inspiración,
solía subir a las torres,
pagodas y altos pabellones,
y lograba versos bien melancólicos.
Ahora que he experimentado y probado
todos los sinsabores de la tristeza,
quiero expresarlo, mas no puedo.
No consigo decir sino:
¡Qué fresco está el tiempo!
¡Qué hermoso el otoño!
Quién sabe si en el futuro daré el paso de estudiar a fondo “las circunstancias de la belleza” y explore la atrayente similitud que me parece ver entre muchos poemas breves chinos y nuestro Cancionero tradicional español. De momento, seguiré imaginando que hace siglos guerreros, señores feudales, funcionarios y poetas de rasgos orientales sintieron la necesidad de explicarse a sí mismos y que nos regalan ahora respuestas sencillas a los enigmas humanos.