Quevedo visto por Quevedo (divertimento)

 

Quevedo

 

Era Quevedo un escritor barroco, pequeño sólo de cuerpo, una cabeza privilegiada, una pluma bermeja (no hay más que decir para quien conoce la furia y acidez de su vida y obra), los ojos, desorbitados en la expresión, que parecía que miraba las almas, hábiles para desenmascarar apariencias; la nariz, entre “desengaño” e “intolerancia”, porque la decadencia que le rodeaba había agudizado sus sentidos; la cara, descolorida del miedo a la muerte, que, de inseparable presencia, parecía que amenazaba con llevárselo desde la cuna; los sentimientos, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por creerlos debilidad, los había desterrado… El habla, inabarcable, brillante, ingeniosa, conceptista, intelectual, satírica, petrarquista, inimitable, desmesurada, moralizante, violenta. Al fin, él era archibarroco y protogenio.

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¡Los Reyes Magos existen! (Parte II)

The Magi. Henry Siddons Mowbray. 1915
The Magi. Henry Siddons Mowbray. 1915

 

No estaremos aquí para verlo. Mucho me temo que la obra de José Jiménez Lozano no será leída por generaciones venideras. Demasiado humilde, demasiado personal, demasiado castellano. Nos queda la esperanza de que en el futuro algún crítico, algún estudioso de la literatura, en busca de la originalidad intelectual, o movido por verdadero interés literario, se acerque a su obra y la saque a la luz. Otros autores han tenido esa suerte.

Él se explica como un autor sin poética, en el que la historia ya nace escrita en su interior. Su misión es transcribirla de la mejor manera posible. Es una idea que podría llevarnos a pensar en una literatura estilísticamente desnuda. A veces, la humildad de los grandes trata de escondernos maravillas.

Gusta Jiménez Lozano del acontecimiento como centro irradiador de la historia, así que, tratar el nacimiento de un Dios-niño que principia un mundo distinto,  en noche fría,  lugar remoto, tiempo milenario y pretérito, hace más de dos mil años, y al que inexplicablemente adoran toda una serie de personajes, se le antoja empresa adecuada a su talento.

Ahora bien, ya concluimos que los lectores contemporáneos han dejado de ver la estrella en el cielo. Para contarnos la Natividad cristiana el autor, que dice no tener poética alguna, con recursos literarios sutiles, se afana en hacer aflorar la inocencia del lector. Lo lleva, poco a poco, a la credulidad y ternura infantiles, para que así recuerde y comprenda. Y para lograrlo, considera que no importa si la historia no es del todo como nos la contaron.

En primer lugar, a medida que avanzamos en la lectura, nos damos cuenta de que ese Belén que se describe cada vez se parece más a un pueblo castellano. Si, además, los personajes se expresan con una lengua popular y formal, en la que se dejan caer convenientemente arcaísmos y localismos sorpresivamente (amostazado, tracamundaba), consigue el autor un efecto original al cambiar el referente esperado, Belén, por uno diferente y más cercano. Y caemos en cuenta de que no debió ser tan distinto un pueblo de otro, pues el acontecimiento es lo universal. Es más, aunque nos sorprenda que en ese Belén, que no es el de la Biblia, haya posadas, posaderos, amas y criadas; tenga un sereno; haya mozos pícaros y traviesos, y pastores en las majadas, tras un primer desconcierto, no sólo no nos importa sino que nos dejamos engañar con una sonrisa tierna y cómplice.

Utiliza el autor un español-castellano familiar, de periodos largos, en los que se detiene para explicar todo lo que va ocurriendo. Sin percibirlo apenas, volvemos a ser el niño que escucha a la abuela explicándole sin prisas, pacientemente. Parece una tarea fácil, pero tal efecto lo logra Jiménez Lozano con maestría.

Recurre a la sintaxis para crear ese registro familiar, cercano, cuasi oral sin las incorrecciones de lo coloquial. Los periodos largos ya comentados,  en los que encadena subordinadas sin fin, el polisíndeton y la yuxtaposición, así como la aposición, conforman un tono pausado que no quiere dejar dudas al interlocutor: consiguen hacernos escuchar a un contador de cuentos. Veamos un fragmento de la primera página:

[…] Aunque a todo el mundo que lo pedía no se podía admitir, porque no era ésta una posada de lujo, pero tampoco iba a convertirse en cualquier cosa, y por ejemplo aquella pareja o matrimonio que había llegado por la noche, un poco antes de la madrugada, y continuaba allí, no había pasado a ocupar una habitación. En principio porque habían dejado pasar por delante de ellos a todos los demás…

Los personajes, los visitantes, son lo mejor de la historia. La señora Marta, “la disponedora”, mujer de armas tomar, generosa y pobre. Es también partera, enfermera, aguadora, enjabelgadora. Pone en orden el establo, el portal, y es capaz de hablar con los animales, a los que, como a todos, da instrucciones. El señor Rubén es el vigilante de la noche, curiosamente parecido a un sereno; lleva a gala ser también meteorólogo y astrónomo, capaz de leer los cielos. Un romano que recita a Virgilio con placer a los pastores, en medio de la noche fría, también acude a adorar al Niño. Los pastores, claro, maestros de la espera, observadores del devenir de los días y las noches, que acuden porque “nos ha nacido un niño” y saben leer los signos. Y dos ladronzuelos que roban un gallo justo esa noche, con el pueblo tan concurrido. Y el jefe de la policía de Herodes, fiel seguidor del reglamento, que sufrirá la conmoción de lo mágico al inspeccionar el establo. Acabará ayudando a la familia en su huída a Egipto.

Pero hay más herramientas poéticas al servicio de la historia. La más llamativa es la anacronía.  Rompe con los esquemas espacio temporales del saber común sobre la Natividad, pero como ya leemos como niños, sonreímos de nuevo. Dos ejemplos. El señor Rubén, el vigilante de la noche, cuando quiere anunciar a los pastores que un Niño le ha nacido al mundo, a los cielos y a la tierra, recita nervioso unos versos de Góngora:

Que ha salido el sol en medio de la noche, y a la aurora se le ha caído un clavel, y yo lo he visto.

Y los pastores, al principio extrañados, comprueban, tras visitar al Niño, que no lo podía haber explicado con mejores palabras.

 El otro ejemplo es una visita secreta que realizan unos filósofos y geómetras venidos de Occidente. Nada menos que Descartes, Pascal, Hegel y Baruch (Spinoza). Acuden los racionalistas occidentales, intrigados también por aquella estrella que altera la bóveda celeste. Hegel le regala al Niño La fenomenología del espíritu, ahí es nada. Como ya habremos imaginado, un humor socarrón y amable recorre todo el relato.

No creo conveniente hablar sobre los diferentes planos narrativos que funcionan en esta, supuestamente sencilla, historia. Revelaríamos demasiado. Nos queda ya sólo un asunto que tratar, que es, precisamente, el que nos trajo aquí: ¿y los Reyes Magos?

Me gusta leer, la noche de Reyes, el capítulo titulado La conferencia de los cuatro reyes. No es, como anhelamos en la primera parte de nuestra entrada, una narración profunda sobre los “Tres Hombres Sabios”. Lo esencial, ya lo dijimos, es el acontecimiento. Sin embargo, el retrato que sacamos de los “tres Reyes Astrólogos” en su enfrentamiento dialéctico con Herodes nos deja abiertos caminos a la imaginación. Herodes habla de lo material, de la moda culinaria que triunfa en Roma, de las riquezas, de sus viajes. Los tres reyes hablaron, en cambio

[…] del Astro de la Mañana y de las Estrellas Señaladoras de Caminos, …, y sobre todo de un Dios Escondido.

 Continúan la conversación con Herodes cada vez más inquieto y nervioso. Los rumores son ciertos. Esa es su miseria. Los Reyes están en peligro, pero puede más el miedo. Al poderoso Rey de los Judíos le atemoriza un niño recién nacido. Los deja ir.

Los Reyes fuerzan la marcha en dirección al portal. Ante la admiración de toda la gente sencilla, aquellos extraños, vestidos con ropas maravillosas y enjaezadas sus cabalgaduras con adornos de oro y plata, se postran ante un niño pobre con el ceremonial propio que se les debe a los reyes antiguos.

¡Los Reyes Magos existen! (I)

desierto

Ya deben andar muy lejos. El paso del camello es lento, pero firme y majestuoso, y tiene algo de perpetuidad su vaivén. Además, su carga se ha aligerado del oro terrenal, del incienso divino, de la mirra difunta y de regalos traídos para aquellos que creen sin ver.

Tuvimos primeras trazas proféticas en Isaías y en los Salmos bíblicos, que se concretaron en el Evangelio de S. Mateo: “Unos magos que vinieron de Oriente…”, aunque la palabra mago se puede sustituir por la de “sabio”, como se les conoce en los países de habla inglesa: The Three Wise Men. Reyes o sabios, o ambas cosas, hay que reconocer que un hecho de referencias brumosas, que tuvo lugar hace más de dos mil años y que ha acompañado a millones de familias cristianas de España y América durante tantos siglos, debe tener algo especial. Y eso que la tradición parece languidecer, porque ya, salvo en el mundo rural, en los pueblos alejados y cercados por la naturaleza, no quedan personas que se estremezcan al pensar en el frío de la madrugada, en la piel amenazada del recién nacido, en la oscuridad sin refugio y en las horas de andadura que hacen de cada movimiento una penalidad. Y quizás también hayamos todos perdido la capacidad de asombrarnos si una noche el cielo parece desordenado y las estrellas no están donde debieran. Puede también que el nacimiento de un niño ya no sea un acontecimiento.

Alejados de la tierra, el agua y el fuego de la naturaleza; resguardados por la tecnología, hipnotizados por la abundancia, descreídos de todo lo intangible, empezamos a pensar en leyendas que no fueron y a vaciar la tradición de sentido religioso hasta dejarla reducida a mera costumbre sin magia, sin misterio ni creencias sinceras; excusa para el consumo, engaño condescendiente de los más pequeños.

Tan racionales que ya explicamos el universo y desdeñamos lo que no podemos explicar, ¿cómo sentir y hacer sentir la ilusión de que un día al año los niños son el acontecimiento alrededor del cual gira todo?, ¿cómo creer y hacer creer que continúan visitándonos espíritus antiguos cargados de presentes? Sólo hay que imaginar como imaginan los niños. Algunos pocos lo han hecho y nos han regalado hermosas páginas que nos servirán de ayuda, y aunque se puede decir que la festividad de los Reyes Magos y la tradición hablan español, empezaré con dos poetas en lengua inglesa, inspirados por una de las más bellas historias conocidas.

Henry Wadsworth Longfellow canta a los Reyes Magos en su poema The Three Kings. Unos reyes, hombres sabios que viajan incansables desde el Oriente:

Three Wise Men out of the East were they,
and they travelled by night and they slept by day, […]

Los Tres Sabios eran de más allá del Este,
Y viajaban de noche y dormían de día…

Reyes que, a veces, se quedan dormidos con la barba sobre el pecho y que cabalgan impacientes por la llanura cuando ven su recompensa próxima, porque no pueden esperar. Y en medio de lo hermoso, el poema señala el regocijo de la vida y el terror de la muerte. Esta idea es, en cambio, la dominante en T.S. Eliot y su poema Journey of the Magi.

Eliot nos presenta a un rey anciano que recuerda aquel viaje, tan lejano en el tiempo, tras la estrella, como jornadas de sufrimiento y duda; camelleros violentos, pobladores hostiles, frío, hogueras que se apagan y noches sin refugio:

With the voices singing in our ears, saying
That this was all folly.

Con voces susurrando en nuestros oídos, diciendo
que todo aquello era locura.

El Rey Mago es un hombre, lamenta que nada fuera igual después de aquello. Ya todo le resulta extraño, anhela la muerte:

But no longer at ease here, in the old dispensation,
With an alien people clutching their gods.
I should be glad of another death.

Pero ya nunca más estuve en paz aquí, con los viejos modos,
con gente extraña aferrada a sus dioses.
Desearía morir con otra muerte.

Si en el arte la presencia de la Epifanía es extensa y de calidad, especialmente en la pintura, imaginamos una mayor incidencia en la literatura en lengua española de la historia de los Reyes Magos, con tantas posibilidades de conmover, religiosa y humanamente. Sí, la primera obra dramática en lengua española conocida, escrita en el siglo XII, es el drama litúrgico titulado Auto de los Reyes Magos; y sí, los villancicos de nuestro Cancionero piden a los Reyes “sed mi guarda y abogados” en fecha temprana. Pero la realidad es que sólo algunos poetas se han acercado con acierto a la historia. Me quedo, entre otros, con el sublime Rubén Darío y su poema La Rosa niña:

[…]¿De dónde vinieron a la Epifanía?
¿De Persia? ¿De Egipto? ¿De la India? Es en vano
cavilar. Vinieron de la luz, del Día,
del Amor. Inútil pensar, Tertuliano.[…]

Y con Miguel Hernández y el triste despertar de un niño pobre –él – el día seis de enero recogido en Las abarcas desiertas:

Y al andar la alborada
removiendo las huertas,
mis abarcas sin nada,
mis abarcas desiertas […]

O con Luis Rosales y su Villancico de la falta de fe, de tanta actualidad:

[…]Pasan años y los hombres
siguen padeciendo sed,
la estrella sigue en el cielo,
sólo muy pocos la ven.

La narrativa en español sobre la Adoración, un páramo donde no ha crecido la imaginación de casi ningún autor. Creo que T.S. Eliot apuntó en la dirección adecuada. Los Sabios vistos como hombres, el viaje como aventura, la religión como sentimiento íntimo, la vida ulterior. La fascinación de aquellas noches infantiles y aquellas mañanas felices, estoy seguro, constituyeron también el vivir de muchos “hacedores”. ¿No reconocen una buena historia?

Mas, como siempre, existen obras escondidas que el destino pone en nuestras manos como por casualidad. Obras que nos sacian la sed con inesperada agua literaria. Un pequeño cuento de José Jiménez Lozano, El libro de visitantes, que trataremos en la segunda parte, capta y transmite el verdadero sentido de la historia –sagrada para unos, leyenda para otros –de la Epifanía.